Prueba de su mesura, el decreto sobre los derechos lingüísticos de las personas consumidoras aprobado por el anterior Gobierno Vasco hace tres años fue descalificado desde dos extremos: PSE-EE y PP lo descalificaron como un exceso (el PP habló de fascismo), y la izquierda abertzale tradicional y Kontseilua lo criticaron por insuficiente. Mientras PSE y sobre todo PP ponían el grito en el cielo contra el sistema sancionador, Kontseilua decía que “no se especifican las sanciones, por lo que su aplicación es, cuanto menos, dudosa”. Por su parte, responsables de algunas grandes empresas comerciales y financieras expresaron públicamente su apoyo. En julio de 2010, sin embargo, el Gobierno dejó sin vigencia por un año el decreto; transcurrida la moratoria, entra de nuevo en vigor porque se les ha pasado el año sin hacer sus “deberes”.
Ahora el Gobierno Vasco pretende modificar restrictivamente dicha ley mediante un procedimiento legal pero inusual y extraño: no a través de un proyecto de ley del propio Gobierno, sino de una proposición de ley del grupo parlamentario que lo apoya, el PSE-EE. Insólito. Una artimaña perversa, fácilmente comprobable. Ha optado por una vía –la proposición de ley– pensada para la iniciativa legislativa de la oposición, de las instituciones forales y de la iniciativa popular, y de los grupos parlamentarios cuando se trata de leyes de funcionamiento y organización de la propia Cámara, que no es el caso. Esta artimaña evita de un plumazo la audiencia a los organismos sociales relacionados con el objeto de la ley, y sus posibles alegaciones. Se cierra la puerta al temido mecanismo de la participación ciudadana y se evitan diversos informes y dictámenes previos de idoneidad y legalidad. Ni el Consejo Asesor de Euskera, ni siquiera Euskaltzaindia –“institución consultiva oficial en lo referente al euskera”, según el Estatuto de Autonomía– han sido consultados. La perversión es tal que a quien se le solicita opinión o criterio es al propio gobierno que, según ha reconocido públicamente él mismo, ha preparado la proposición de ley presentada por otros.
Sin embargo, la ley que nos ocupa y pretende ser modificada fue aprobada por el Parlamento en 2003 tras el correspondiente proyecto presentado por el Gobierno, y sometida previamente al trámite de audiencia pública a más de una veintena de organismos, entre otros el Consejo Asesor de Euskera, asociaciones patronales, cooperativas, sindicatos, organismos de consumidores, cámaras de comercio y CES. Posteriormente, el decreto de 2008 fue aprobado tras la participación de 37 organismos representativos de los sectores socio-económicos, así como Euskaltzaindia.
Ahora, el Gobierno no solo evita la participación de los organismos afectados, sino que tampoco ha intentado previamente el consenso parlamentario, ni siquiera con el grupo mayoritario, contraviniendo así la palabra comprometida en sede parlamentaria por la consejera de Cultura en octubre de 2010. UPyD marca los tiempos del Gobierno en este asunto (todos sus movimientos han tenido en su origen el reloj de Mañeiro), y el PP condiciona el contenido de las reformas en marcha. Los demás grupos no cuentan, salvo para ser descalificados como “talibanes” o sospechosos de querer hacer desaparecer el castellano de Euskadi. Ese no puede ser el camino, porque está en las antípodas de lo que más necesitan el euskera y la convivencia lingüística: acuerdo y concordia.
El actual decreto seguro que es perfectible y, por tanto, modificable. Pero en un debate sereno y constructivo sobran las falsedades y las inexactitudes –nunca inocentes–. Por ejemplo, y en contra de lo que ha señalado el Gobierno, su moratoria de un año no se ha limitado a las supuestas sanciones, sino que se ha extendido al cumplimiento de una serie de obligaciones. Se ha afirmado que el decreto “desarrolla y concreta” el sistema sancionador de la Ley de 2003, y que conlleva “la sanción directa, porque hay derechos y hay sanciones y no hay nada más”: falso; el decreto se limita a hacer una referencia genérica a la cláusula residual prevista en la Ley, y para poder iniciar y resolver un expediente sancionador es preciso que previamente se determine un procedimiento sancionador. Ni la ley ni el decreto prevén un tipo infractor específico referido al incumplimiento de obligaciones lingüísticas, pero el Gobierno ha preferido crear alarma hablando de sanciones de 6.000 euros. En todo caso, los sistemas sancionadores obedecen en sí a una lógica democrática: cuando se establecen obligaciones en una norma, hay que prever qué sucede ante el deliberado y continuado incumplimiento de las mismas.
Otra de las falsedades se refiere a la supuesta obligación de atender oralmente “en euskera” que achacan al decreto: rigurosamente falso; el decreto establece el “principio de disponibilidad”, según el cual determinadas empresas y comercios deben atender al consumidor independientemente de la lengua oficial que este utilice, es decir no pueden impedir que el consumidor utilice la lengua de su elección, pero no están obligados a atenderlo “en” esa lengua, sino solamente de atenderlo respetando su lengua: no imponer, no impedir.
Las tergiversaciones que se han propagado constituyen una cortina de humo en un asunto en el que el debate fundamental no es “sanciones sí o no”, sino el reconocimiento, alcance y amparo efectivo y real de los derechos lingüísticos de los consumidores. Porque todo derecho efectivo genera alguna obligación, por más que algunos se empecinen en llamar indebidamente coerción e imposición a la obligación. Ya hay quien propugna eliminar tanto el reconocimiento de los derechos como las obligaciones razonablemente subsiguientes.
La proposición del PSE-EE supone un evidente retroceso respecto a posiciones sostenidas por los propios socialistas hace tres años en esta cuestión, pero al contenido del cambio propuesto para la Ley de Estatuto del Consumidor me referiré en un próximo artículo.