Siempre es tarde, nunca es pronto, para reconocer el sufrimiento injustamente provocado y reparar el daño causado. El mero hecho de tener que hacerlo significa que ya es tarde. El diputado general de Gipuzkoa ha manifestado recientemente que no es el momento de reflexionar sobre la violencia y de reconocer a las víctimas, que “no estamos en ese tiempo, porque todavía estamos saliendo del conflicto”. No obstante, él mismo viene protagonizando semana tras semana gestos de solidaridad con los presos de ETA. Hace once años, tras el asesinato de Joxemari Korta, sus familiares se preguntaban públicamente: ¿por qué? Aquella pregunta no ha obtenido respuesta alguna de quienes deben darla, por lo que sigue siendo oportuno y necesario repetirla los 365 días del año.
ETA, que mientras persista es una amenaza latente a la que solo cabe exigir –especialmente por parte de Bildu– su final definitivo, ha dejado de ser un problema político desde el momento en que el sector sobre el que se ha sustentado ha proclamado solemnemente que “se acabó el ciclo de la violencia” y ha vinculado su futuro político a la inexistencia del terrorismo, porque “la lucha armada no es necesaria y además es un estorbo”. El no rotundo de la inmensa mayoría de la sociedad a ETA, así como las políticas desplegadas como reflejo de ese rechazo, han conducido a la izquierda abertzale tradicional a extraer tal conclusión y a privar a ETA de la condición de agente político. Pero las dramáticas consecuencias de la violencia permanecen entre nosotros y siguen siendo un problema político y social que requiere soluciones políticas protagonizadas por la sociedad vasca. Y eso no se logra desde el silencio ni desde el olvido, ni tampoco desde la minimización de la tragedia colectiva que ha supuesto el terrorismo. No hay que olvidar, no hay que callar, ningún nuevo tiempo que valga la pena se puede construir sobre el silencio, aunque tampoco se deba demonizar a nadie por su pasado, porque no es la venganza el objetivo perseguido, sino una convivencia justa y sólida. Se precisa, por tanto, una mirada autocrítica al pasado por parte de quienes han ejercido la violencia y quienes la han justificado, acompañada del reconocimiento del daño y la injusticia cometidos. Y sin aplazamientos ni supeditaciones al fin del conflicto, porque esto forma parte del núcleo del mismo, y hace mucho que es ya tarde.
Es fundamental que la memoria colectiva de la tragedia de estos años de violencia descanse sobre unos cimientos compartidos e incuestionables. Así, el respeto a los derechos individuales, a los derechos humanos y a los derechos fundamentales debe ser incondicional e incondicionado. De igual modo, la visibilidad de las víctimas debe ser permanente, porque son el recuerdo de nuestra tragedia colectiva, y esa visibilidad supone un permanente “nunca más” y un rotundo “no todo vale”. Es un requisito ético y político tomar en consideración a todas las víctimas de la vulneración de los derechos humanos, es decir, a las víctimas del terrorismo, del mal llamado contraterrorismo, y a las que Gesto por la Paz denomina víctimas de la “violencia indebida” por parte del Estado. Y necesitamos asumir como sociedad su sufrimiento y brindarles reconocimiento público, porque su dignidad humana ha sido atropellada en nuestro nombre.
Nunca más, porque no todo vale. He ahí la referencia insoslayable de una política pública de la memoria que abra paso a un futuro de reconciliación y concordia, a una convivencia asentada sobre el respeto permanente a la vida, a la libertad y al pluralismo político e ideológico. Pero, para ello, la izquierda abertzale tradicional deberá dar más pasos. Han llegado a la conclusión de que “la lucha armada no es que haya fracasado, pero no procede, no sirve para avanzar en nuestro camino: es la hora de la exclusividad de las vías políticas, de la lucha de masas, institucional e ideológica”, y añaden que “la violencia nos estorba”. Pero no han llegado a negar la validez de la violencia en cualquier caso, y la deslegitimación definitiva de la violencia ha de llegar, ineludiblemente, hasta su propia raíz.
La violencia, tal y como la caracterizó el Pacto de Ajuriaenea, “representa la expresión más dramática de la intolerancia, el máximo desprecio de la voluntad popular y un importante obstáculo para la satisfacción de las aspiraciones de los ciudadanos vascos”. En efecto, lo que subyace en la violencia de ETA no es un programa político concreto (independencia, socialismo), de la misma manera que lo que subyace en el contraterrorismo del GAL o en la práctica de la tortura no es la defensa de la democracia y la libertad frente al terrorismo. Lo que subyace en todos los casos es la intolerancia del todo vale. Una misma idea ha generado conductas violentas y no-violentas. No son las ideas ni la realidad lo que, de manera natural, “obliga” a practicar la violencia; antes bien, la violencia es siempre fruto de una determinada administración de las ideas, de una determinada manera de interpretar la realidad y de un acto de la voluntad basado en una determinada escala de valores. El valor que se asigna a la vida y a la muerte, la idea del todo o nada, el fanatismo de quien se cree en posesión de la verdad: esas son las ideas y actitudes que conducen a la violencia, con independencia del ropaje político que las camufle. Es el totalitarismo del todo vale y la pretensión de deslegitimar la voluntad popular lo que –aquí, entre nosotros– ha conducido a algunos a matar, y el todo vale es sólo eso: intolerancia extrema.
Decir no a la violencia porque “no sirve y es un obstáculo” es garantía de que no habrá violencia mientras se considere que “no sirve, no es útil, no es beneficiosa”. Y es, sin duda, un avance muy positivo. Pero decir no a la violencia porque “no todo vale” es garantía de “nunca más violencia”, no al menos en nuestro nombre. Ese sería el avance irreversible y justo: nunca más porque no todo vale.