Viejas ideas con nuevos ropajes se pasean, últimamente, entre nosotros. Por ejemplo, que es imposición cualquier política que se proponga o lleve a cabo en pro de la revitalización del euskera. Por ejemplo, que supone un esfuerzo inútil que quien desconoce completamente el euskera de pasos hacia esa lengua, puesto que los vascos poseemos una lengua que posibilita que todos nos entendamos. Por ejemplo, que vamos –siempre– demasiado despacio en materia de revitalización del euskera. Por ejemplo, que pretender una convivencia equilibrada entre las lenguas es perseguir una utopía.
Podría prolongar –pues es larga– la relación de ejemplos. Pero no merece la pena. Se trata de ideas rancias, como rancios son los objetivos de quienes propugnan unas y otras: el monolingüismo en uno u otro idioma; o, en el mejor de los casos, la primacía del castellano o del euskera. Por supuesto, tales propuestas siempre se esgrimen para favorecer unos proyectos políticos que quedan normalmente a la sombra, a pesar de que resultan evidentes.
La sociedad vasca no está para perder el tiempo enredándose en el círculo vicioso de tales antiguallas conceptuales. Tiene quehaceres más importantes, especialmente en materia de política lingüística. Y el primero de esos quehaceres consiste, no me cabe duda al respecto, vincular el principio de innovación con su actividad cotidiana.
Y la innovación es, precisamente, el único camino por el que puede discurrir una política lingüística válida para la sociedad actual. Y en ello coincide plenamente con el concepto central de la propia democracia moderna. Tanto una como otra, tanto la política lingüística como la democracia de hoy, estarían condenadas al fracaso si no lograran injertar irreversiblemente en la sociedad y en cada individuo el germen que hace brotar ideas, actitudes y conductas innovadoras.
Guiado precisamente por esa idea, el Consejo Asesor del Euskera, a iniciativa de la Viceconsejería de Política Lingüística, impulsó el proceso de reflexión y debate “Bases para la política lingüística de principios del siglo XXI”, el cual alcanzará, coincidiendo con el final del presente año, su primera meta. Y es que, sin duda alguna, era preciso renovar el amplio consenso concitado un cuarto de siglo atrás en torno a la Ley del Euskera, evaluando las actuaciones adecuadas e inadecuadas llevadas a cabo a lo largo de su desarrollo, y buscando nuevo suelo y nuevo cielo para las actuaciones futuras.
Y a propósito, precisamente, de dicha reflexión, deseo hilar algunas aportaciones en la rueca que trenza política lingüística e innovación.
En primer lugar, creo firmemente que deberíamos repensar el propio concepto de consenso. Porque no es justo que, como con harta frecuencia ocurre entre nosotros, se denomine “consenso” al acuerdo que únicamente resultara beneficioso para la legítima opción del castellano, al tiempo que se califica de “imposición” la voluntad de garantizar al mismo nivel la opción del euskera. Porque no es justo que, como con harta frecuencia ocurre entre nosotros, desde una óptica pretendidamente euskaltzale se reclamen todos los derechos para el euskera y se haga cargar a los demás idiomas con todas las obligaciones. Porque no es justo que, como con harta frecuencia ocurre entre nosotros, se pretenda aplicar a la política lingüística los principios de un peligroso laissez faire, olvidando malintencionadamente que la ausencia de política lingüística es también una forma de política lingüística, y claramente lesiva para el euskera, dicho sea de paso y con la mayor rotundidad.
Para superar todo ello, necesitamos un nuevo consenso sustentado sobre una flexibilidad comprometida con la justicia lingüística. Flexibilidad, por supuesto, para moverse cada cual de sus posiciones. Flexibilidad, asimismo, para aceptar y valorar los movimientos del “otro”. Flexibilidad, cómo no, para situar la perspectiva de lo factible y de lo eficaz en objetivos que no coincidan plenamente con los propios.
Pero, hoy y aquí, existe una forma de flexibilidad que, además de imprescindible, es también urgente: la que deben practicar nuestros conciudadanos monolingües al dar pasos hacia el euskera, al menos hasta alcanzar el grado de comprensión pasiva de la lengua.
Pero, ¿por qué realizar tal esfuerzo? ¿Acaso no es cierto que el castellano y el francés son también lenguas de los vascohablantes? ¿Es que tan grandes y poderosos idiomas no garantizan suficientemente la comunicación entre los vascos?
La cuestión está clara, al menos para todo aquel que no desee empecinarse en la discriminación lingüística: el vascohablante, para ejercer la opción por el euskera que le reconocen tanto una amplia mayoría social como el sentido común, precisa un medio ambiente adecuado; su idioma necesita respirar en el único ámbito que le es propio. De otra forma, se añaden kilómetros al camino de la frustración, que no sabemos a dónde conduce. Y sabido es que la frustración es incompatible con una vida social saludable.
Hay otra cuestión que deberíamos examinar a la luz de la innovación: las relaciones entre las comunidades lingüísticas que formamos los ciudadanos vascos. Porque también en ese terreno se registran actitudes erróneas que preocupan hondamente a quienes hacemos de la cohesión de la sociedad vasca una prioridad.
En primer lugar, son incomprensibles, en el contexto de la realidad multilingüe del País Vasco y del mundo, la ceguera y sordera hacia el mundo vascohablante en que parece vivir una parte de nuestra sociedad aún monolingüe. Es cierto, reconozcámoslo cuanto antes, que el propio mundo vascohablante no siempre ha escogido las estrategias comunicativas idóneas para superar su aislamiento, pero ese hecho no justifica de ninguna manera la indiferencia que, desde el mundo no vascohablante, muestran algunos hacia sus conciudadanos que viven y crean en euskera. ¿Qué convivencia se puede construir sobre semejantes cimientos?
Del mismo modo, una sociedad vasca que desea comprometerse firmemente con su propia renovación permanente no puede admitir en su seno la rivalidad con el mundo castellanohablante. La tarea del euskera, es decir de los vascohablantes, no es hacer frente a los nuevos tiempos, sino hacerse uno con ellos. Sin embargo, las actitudes contrarias al multilingüismo nos alejan de ese camino de futuro, y nos llevan de vuelta a la caverna. ¿Cómo expulsar de nosotros uno de los ingredientes hondamente enraizados en la identidad vasca? ¿A quién o a qué beneficiaría que extirpáramos de nuestro ser aquello que, junto con el euskera, nos proyecta al mundo?
En definitiva, será la audacia intelectual, orientada y atemperada por la inteligencia, la que guiará a la única comunidad que formamos los ciudadanos vascos en la travesía desde una diglosia gestionada, en la práctica, por la lengua más fuerte hasta el multilingüismo equilibrado. Todos o nadie. Con ingenio y sabiduría.