La Declaración de los firmantes del Acuerdo de Gernika con relación a las víctimas de la(s) violencia(s), recibida con frialdad, dista mucho de satisfacer las expectativas que dirigentes de la izquierda abertzale habían creado en los meses previos.
Se están moviendo cosas que parecían inamovibles entre quienes han practicado o justificado la violencia, y ojalá esos movimientos los conduzcan más pronto que tarde al reconocimiento del grave error y del daño causado, así como a la imprescindible reparación de este. Es positivo que proclamen la necesidad de que se conozca la verdad de lo sucedido y que inicien su andadura por el camino de la reparación. Necesitarán su tiempo, pero no por ello se debe bajar la guardia en la defensa permanente del único rearme que necesitamos, el rearme ético, y nadie debería recorrer ni un milímetro en sentido inverso el camino que ellos han emprendido y deben apurar hasta el final. El rebaje ético sería siempre nefasto para construir una paz duradera y justa, no ficticia. Una cosa es que necesiten tiempo y que pretendan edulcorar su fracaso por no haber arrancado concesiones políticas mediante la “estrategia combinada” recurriendo a relatos de consumo interno dirigidos a diluir su responsabilidad en la inútil persistencia del terrorismo durante tantos años de democracia. Pero otra cosa sería que, además, dichos mensajes fueran incorporados al discurso colectivo. Ahí no caben medias tintas, nos jugamos el futuro de nuestra sociedad.
La citada Declaración adolece de un déficit preocupante, raíz de muchas otras carencias. El déficit, presente ya en el propio Acuerdo de Gernika, forma parte del acervo histórico de la izquierda abertzale tradicional. Me refiero al rancio discurso de la vinculación necesaria de causa-efecto entre conflicto político y terrorismo, discurso que está en las antípodas de un nuevo tiempo político de estricta civilidad.
Proclaman el reconocimiento y reparación de “todas las víctimas originadas por el conflicto político y la realidad de las múltiples violencias”, y concluyen que la “superación definitiva del conflicto político es la garantía para que nunca más se produzcan situaciones de violencia y vulneración de derechos humanos”, por lo que proponen “buscar un Acuerdo que cierre definitivamente las causas del conflicto político”. Todos, pero especialmente quienes afirmamos la existencia del contencioso vasco, deberíamos repetir sin desmayo que las víctimas no lo son del conflicto político, y no lo son porque la violencia no es consecuencia inevitable de él: ni la violencia de ETA (la que más víctimas ha causado) es consecuencia necesaria de lo que el Pacto de Ajuria-enea denomina “profundo contencioso vasco”, ni el GAL es consecuencia necesaria de la violencia de ETA, ni lo son los episodios de tortura a cargo de quienes tienen el deber de defender la democracia. No es sólo la existencia de opciones nacionalistas antiviolentas, incluso independentistas, respaldadas además mayoritariamente durante décadas por la sociedad, lo que desmiente la inevitabilidad de la violencia como consecuencia del conflicto político vasco, lo cual ya sería suficiente, sino que la propia ETA ha certificado la falsedad de su inevitabilidad al haber decretado el cese definitivo y unilateral de su actividad armada a pesar de la persistencia del conflicto político.
De ello se desprenden al menos cuatro conclusiones: en primer lugar, es profundamente injusto tratar de diluir las víctimas (la “amenaza de la simetría” que dijera Daniel Innerarity) como si todas ellas lo fueran de un mismo conflicto (político), cuando cada víctima tiene un victimario propio, y el mayor, aunque no el único, es, evidentemente, ETA. En segundo lugar, los victimarios deben asumir su responsabilidad, y quienes han justificado la violencia con fines políticos deberían asumir la suya desde una profunda autocrítica del pasado, y otro tanto deberían hacer los responsables de los GAL y de los episodios de violencia indebida del Estado. En tercer lugar, no debemos confundir víctima con sufrimiento: aquí ha habido mucho sufrimiento, y cualquier sufrimiento, incluido el del “contrario”, debería provocar empatía en todo ser humano, pero no batiburrillos que mezclen lo que no debe mezclarse. No toda persona que sufre es víctima de un sufrimiento injusto provocado deliberadamente por quienes –en nombre de una legítima reivindicación política o en nombre de todo un pueblo, da igual– decidieron cosificar al ser humano para privarle de su dignidad, libertad y derecho a la integridad. Es de estas de las que debemos hablar cuando nos refiramos a las víctimas.
En cuarto y último lugar: considerar que la superación del conflicto político es la garantía de que nunca más resurgirá la violencia con fines políticos constituye una profunda perversión: en una sociedad compleja y repleta de conflictos de diferente naturaleza, la única garantía definitiva del compromiso del “nunca más” es que este descanse sobre el principio ético de “no todo vale”, el cual implica asumir que ninguna causa –por legítima que sea– posee un valor absoluto por encima de la dignidad, la vida, la integridad física y moral y la libertad de las personas. No se trata de renunciar a la violencia porque esta no sea políticamente rentable, sino porque no todo vale. La violencia de estas décadas ha sido, por tanto, perfectamente evitable por quienes la han producido, y, por ello, un funesto error. Asumirlo así, sin equívocos, es la verdadera garantía de futuro. Por eso mismo, sí a un acuerdo amplio para la superación del conflicto político y en el que se refleje con claridad la sociedad vasca plural y compleja, pero sin confusiones: tal acuerdo no debería vincularse en absoluto a la violencia, ni para promoverlo –porque el conflicto político es independiente de la violencia–, ni para impedirlo –porque, aun sin violencia, el conflicto político existe.
El Correo eta Diario Vasco egunkarietan 2011-12-31n argitaratua.