LEGITIMIDAD Y EFICACIA:
PILARES DE UNA POLÍTICA LINGÜÍSTICA DEMOCRÁTICA
Patxi Baztarrika Galparsoro
De un paradigma lingüístico obsoleto a otro innovador
Debería ser fácil comprender y aceptar que poseemos una o varias lenguas, que deseamos utilizar tales lenguas y que, cuando utilizamos la lengua propia autóctona, cuando utilizamos (también) una lengua no hegemónica, no lo hacemos contra ninguna otra lengua ni contra nadie. Como dijera aquél: “no seas estúpido: se trata de la pluralidad lingüística”.
La pluralidad lingüística, ciertamente, es un valor inherente a la mayoría de las sociedades. Por consiguiente, el tema de debate no es la pluralidad lingüística en sí, sino la actitud y el comportamiento ante esta realidad insoslayable. La expresión principal del multilingüismo de la sociedad vasca la constituyen el euskera y el castellano, pues ambas son lenguas de aquí. La cuestión, el problema, no reside en que seamos una sociedad bilingüe, sino en el desequilibrio lacerante que sufre el euskera respecto del castellano, lo que afecta notablemente a la convivencia, puesto que el desequilibrio entre el euskera y el castellano trae consigo una situación de desigualdad entre los vascohablantes y los castellanohablantes monolingües. El objetivo que ha perseguido la política lingüística desarrollada desde la década de los ochenta hasta nuestros días ha sido, justamente, la superación de dicho desequilibrio.
Hay quienes cuestionan de raíz tal política. Aquellos que, ante este bilingüismo o multilingüismo que nos es tan propio, muestran actitudes hegemonistas son quienes niegan legitimidad o eficacia —o ambas— a la política lingüística llevada a cabo en Euskadi durante las dos o tres últimas décadas.
Algunos quieren mantener esa hegemonía, lo que en la práctica acentúa el conflicto lingüístico y legitima la discriminación, en perjuicio de la convivencia. Así, en el “Manifiesto por la lengua común” podemos leer lo siguiente: “hay una asimetría entre las lenguas españolas oficiales, lo cual no implica injusticia de ningún tipo porque en España hay diversas realidades culturales pero sólo una de ellas es universalmente oficial en nuestro Estado democrático”; y en opinión de uno de los firmantes del citado Manifiesto, “¿es que vamos a discriminar entre lenguas en el plano legal? Pues sí (…) Los derechos del castellanohablante a utilizar la lengua común están por delante de los del euskaldún”.
En opinión de otros, el desequilibrio y la hegemonía son algo ineludible en la cuestión lingüística, y la solución sería, por tanto, promover el cambio de bando en la actual situación de discriminación y hegemonía lingüística. Así, en el foro digital de Argia hubo quien expresaba su opinión afirmando que “Eso del bilingüismo es una gran mentira, al menos en lo que concierne al bilingüismo social. Pienso que necesitaríamos un único idioma hegemónico, aunque los individuos fuéramos capaces de utilizar más de un idioma. Yo distinguiría, por tanto, entre el bilingüismo social y la condición individual de bilingüe. Yo, por mi parte, desearía poder vivir sólo en euskera en toda Euskal Herria”.
Matices aparte, ambas formulaciones son expresión del monolingüismo social: la primera, manifestada desde la atalaya de la lengua hegemónica, y la segunda, desde una posición de resistencia que desearía apoderarse del bastión de la hegemonía. Bajo el subterfugio de la lengua común, la primera reivindica el castellano como lengua casi única del espacio público; y lo mismo quiere la otra parte para el euskera. A partir de este mismo planteamiento, ambas cuestionan –en ocasiones incluso niegan- legitimidad y eficacia a la política lingüística desarrollada durante las tres últimas décadas. Pues bien, por el contrario, yo pienso que el paradigma del monolingüismo -o el del hegemonismo- es un paradigma obsoleto; frente a ello, soy de la opinión de que para una lengua como el euskera -y con la vista puesta en la deseada cohesión social- resulta más eficaz y legítimo otro paradigma: el paradigma de la gestión democrática y sostenible del bilingüismo, un paradigma que promueva el equilibrio y la paridad lingüística social y que respete, de manera real y efectiva, las opciones lingüísticas de la ciudadanía.
Legitimidad y eficacia: una política lingüística avanzada y democrática necesita cumplir ambas condiciones: legitimidad porque la cohesión social es una condición indispensable, y eficacia porque la necesita como garantía de éxito. En el contencioso lingüístico es la convivencia la que está en juego; y esto, desde el punto de vista de la legitimidad, requiere que se cumplan las reglas de juego democráticas y que se respete la pluralidad también en cuestiones lingüísticas. Y si se quiere ser eficaz en la promoción del euskera, es necesario mantener los pies en el suelo y actuar con prudencia, teniendo presente que el 45% de los ciudadanos vascos ni siquiera entiende el euskera, que hay miles y miles de ciudadanos que aceptan al euskera como lengua del País Vasco y se sienten plenamente vascos aun sin saber euskera, y que existen enormes diferencias socio-lingüísticas entre las diferentes zonas y comarcas del País Vasco, lo que, obviamente, nos obliga a conciliar múltiples derechos, intereses y sensibilidades.
Sobre la legitimidad
Voy a abordar la cuestión de la legitimidad, de la justificación democrática de la política lingüística, desde tres perspectivas: en primer lugar, desde la legitimidad política (o, si se quiere, desde la legitimidad legal, puesto que en las sociedades democráticas la legitimidad política se asienta en las reglas de juego de la legalidad y en la normativa legal); en segundo lugar, desde la legitimidad social; y en tercer lugar, desde la legitimidad ética.
Con respecto a la legitimidad política, antes de nada hemos de decir que -en lo relativo a la cuestión lingüística- ni el régimen jurídico del que nos hemos dotado ni la realidad social que tenemos en el mayor territorio social del euskera (la CAV) tienen nada que ver con los de, por ejemplo, países como Bélgica, Suiza o Canadá. A la hora de elaborar y determinar la legislación lingüística a establecer en el Estatuto de Gernika y en la Ley del Euskera, se plantearon varias opciones diferentes: una, considerar a los vascohablantes como un universo diferenciado y reconocerles —sólo a ellos— determinados derechos lingüísticos, de tal forma que la comunidad de vascohablantes hubiera quedado condenada para siempre a no crecer y a seguir siendo una minoría; otra opción era la de consagrar diferentes reconocimientos de derechos lingüísticos por territorios, según la diferente presencia -histórica o a la sazón- del euskera en cada zona o territorio (por algo similar optaron en Navarra). En definitiva, diferenciar comunidades o diferenciar territorios.
Sin embargo, la representación legítima de la CAV rechazó dichas alternativas y se decantó por otra: conceder al euskera el mismo reconocimiento legal que al castellano y declarar oficiales a ambas lenguas en todo el territorio. Se reconocieron los mismos derechos lingüísticos a todos los ciudadanos, y se impuso a todas las instituciones públicas la obligación de adoptar medidas que garantizaran el ejercicio efectivo de tales derechos lingüísticos.
Y nuestros legisladores fueron más allá: considerando el patente desequilibrio social entre las dos lenguas oficiales, optaron explícitamente por la promoción del uso del euskera, incorporando esa opción a la normativa legal.
En el fondo de esta opción se encuentra no solo un modelo para la convivencia lingüística, sino también un modelo de sociedad; es la opción de la integración y de la pluralidad: una única sociedad, plural en lo que concierne a la lengua, pero única. Y en su base, un planteamiento claro: en esta sociedad que posee dos lenguas, un bilingüismo lo más equilibrado posible es el mejor medio para fortalecer la convivencia y la cohesión social. Precisamente por ello, no resulta suficiente ofrecer una mera protección a los vascohablantes para que lo sigan siendo, sino que, además, se opta -aunque de forma progresiva y en perspectiva de futuro- por una sociedad constituida por ciudadanos bilingües, es decir, por una sociedad que verdaderamente sea bilingüe (pues, no se puede construir una sociedad bilingüe sin ciudadanos bilingües). El objetivo es, en definitiva, proteger al vascohablante y, además, posibilitar el crecimiento social del euskera; a esto responden, por ejemplo, el planteamiento de que en el sistema educativo reglado sea obligatorio aprender los dos idiomas oficiales, el establecimiento de un sistema público para la euskaldunización de adultos, o la materialización de políticas de promoción del uso de la lengua vasca en la vida social.
En segundo lugar, en cuanto a la legitimidad social, entiendo que la pregunta clave que debemos realizar es la siguiente: ¿Es reflejo del deseo de los ciudadanos la política lingüística desarrollada en estas últimas décadas? En mi opinión -más allá de ciertos errores o desajustes y de algunos excesos e insuficiencias que deben ser siempre corregidos- la política lingüística desarrollada ha sido, en general, una política a la medida de la voluntad de la amplia mayoría de la ciudadanía. Si bien las cuestiones lingüísticas acostumbran a resultar conflictivas en muchos estados y lugares (no hay más que fijarse en Bélgica), aquí, en Euskadi, los firmes pasos dados en favor de la normalización del euskera se han dado en un ambiente sosegado e integrador, aunque haya quienes se empeñen en crear problemas, más que en solucionarlos, y en crispar innesariamente el ambiente social, en perjuicio de la convivencia.
Hay muchos datos objetivos que corroboran lo que digo. Por obligada brevedad, citaré aquí sólo tres de ellos.
El primero corresponde a la Educación. Desde que en el curso 1983-84 se establecieran en el sistema educativo los modelos A, B y D hasta la actualidad, se ha producido un constante crecimiento de los modelos que garantizan un mejor conocimiento del euskera (es decir, los modelos D y B); y ha ocurrido esto porque así lo han decidido, año tras año, la inmensa mayoría de los padres y madres, tanto bilingües como monolingües. Durante aquellos años iniciales, el 80% del peso de la educación obligatoria recaía en el modelo A. En la actualidad, sin embargo, el modelo A no alcanza al 6% de los alumnos en la Educación Infantil y Primaria.
El segundo dato concierne a la Universidad. También en la enseñanza universitaria ha sido constante el crecimiento de la demanda de estudios en euskera; asimismo, es de reseñar que el porcentaje de alumnos que optan por hacer en euskera las pruebas de selectividad alcanza ya el 57%.
El tercer dato proviene del ámbito de las investigaciones sociológicas. El Euskobarómetro de mayo de 2009 daba a conocer la nota que los ciudadanos concedían a las políticas públicas desarrolladas por el último gobierno presidido por Ibarretxe. Entre los doce ámbitos de las políticas públicas que fueron calificados, la nota más alta, la primera de la clasificación según los ciudadanos, fue para la política sobre el euskera, que obtuvo una puntuación de 6,2. Es indudable, por tanto, la aceptación social de tales políticas.
Para acabar este apartado sobre la legitimidad, una breve referencia acerca de la legitimidad ética. En este caso habría que preguntarse si la política lingüística respeta la libertad y la igualdad de oportunidades del individuo. Debemos a la democracia la puesta en valor de la igualdad, así como al liberalismo la puesta en valor de la libertad. En la conjunción de ambos valores reside la base de un progreso justo y sostenible. No son valores contrapuestos, más bien al contrario: la libertad necesita de la igualdad.
La legitimidad ética demanda que la cuestión lingüística sea abordada no en clave de conflicto, sino en clave de convivencia. Soy de la opinión de que no es admisible nada que perjudique gravemente a la convivencia o que debilite severamente a la cohesión social. La clave está en respetar las opciones ejercitadas por los ciudadanos entre las dos lenguas oficiales, es decir, “no imponer, no impedir”: no imponer opciones lingüísticas que vayan en contra del deseo del receptor o destinatario, ni por activa ni por pasiva; y, consecuentemente, no impedir en la práctica ninguna opción lingüística de los ciudadanos. A ese principio —no imponer, no impedir— responde, por ejemplo, el Decreto sobre los derechos lingüísticos de las personas consumidoras, que el actual Gobierno Vasco -con la excusa de las sanciones de marras y con el anuncio engañoso de una hipotética y falsa aplicación de las mismas- ha dejado lamentablemente sin efecto. Y en este principio se asienta plenamente, en conjunto, la política lingüística impulsada en Euskadi en estas últimas décadas.
En último término, el debate sobre la legitimidad se concreta en torno a cuatro o cinco conceptos: libertad, coerción, igualdad, imposición y lengua común, entre otros. Hay quien considera que algunos de ellos son contrapuestos entre sí —la libertad y la coerción, por ejemplo—, aunque, en mi opinión, son más bien plenamente compatibles. Precisamente, una característica intrínseca de las sociedades democráticas avanzadas es promulgar normas que garanticen el interés general, la libertad, los derechos y la cohesión social, y hacerlas cumplir (lo que algunos injustamente denominan “coerción impuesta” cuando la norma trata sobre la política lingüística o, mejor dicho, cuando se trata de la promoción del euskera). La cuestión estriba en que una parte de la sociedad es monolingüe y otra bilingüe; tal anomalía provoca notables desequilibrios, desequilibrios que afectan al ámbito de la libertad personal y al de los derechos de los hablantes y que, en última instancia, hacen que concurran los derechos de los monolingües y de los bilingües. Ese desequilibrio es lo que hace imprescindible la adopción de medidas correctoras (una política lingüística igualitaria). La anomalía no la constituyen el euskera y las personas bilingües, sino la ausencia de un bilingüismo bien arraigado.
Cualquier persona adulta puede optar por no aprender euskera, y, aun sabiéndolo, por no utilizarlo. Pero no resulta éticamente admisible la imposición de dos jerarquías, una jerarquía entre las lenguas y una jerarquía entre los derechos lingüísticos de los ciudadanos monolingües y los de los ciudadanos bilingües, considerando así de segunda división a las lenguas oficiales diferentes del castellano, o menospreciando por anómala la opción de vivir en euskera. Esto no concuerda con la voluntad de la mayoría de la ciudadanía. Por tanto, carece de legitimidad. No es legítimo que el bilingüe sufra un menoscabo en sus derechos lingüísticos precisamente por ser bilingüe. El derecho a elegir la lengua es un derecho propio de la persona bilingüe; por tanto, no se le puede imponer ni impedir de hecho optar por una lengua u otra.
No existen derechos ilimitados (el único derecho absoluto es el derecho a la vida). Todo derecho lleva necesariamente consigo algún deber. Los derechos sin sus correlativos deberes no son un derecho: unas veces serán un privilegio y otras veces solo letra muerta. Tampoco la libertad es ilimitada. Nadie es libre, por ejemplo, para no escolarizar a sus hijos o hijas, o para negarse a que en la escuela se estudien determinadas asignaturas del currículum, ni para otras muchas cuestiones. El consenso sobre el que se ha construido nuestra sociedad ha dejado sin carácter de derecho el monolingüismo, porque no es éticamente aceptable en la medida que obstaculiza la igualdad de oportunidades. La política lingüística no ha de impedir que las personas adultas que se obstinan en seguir siendo monolingües lo puedan hacer. Pero nadie tiene derecho a imponer —no al menos, sin vulnerar la legitimidad ética— a los niños y jóvenes de hoy —adultos del mañana— un hipotético derecho antisocial a no aprender euskera, ni nadie tiene derecho a eternizar deliberadamente el actual desequilibrio social entre las dos lenguas oficiales.
Sobre la eficacia
Para que una política lingüística resulte útil, ha de ser no sólo legítima, sino también eficaz. En mi opinión, será eficaz aquella que garantice que no se produzcan interrupciones o pausas en el avance del conocimiento y del uso del euskera, y que sirva para fortalecer la aceptación del euskera y la adhesión social hacia esta lengua. No sería eficaz una política que se limitara a plantear o aceptar tales objetivos, sin llevarlos a cabo o sin buscar hacerlos realidad. No en vano la política lingüística es política y, en la línea de las reflexiones del pensador Max Weber sobre la política y la ética, en la acción política hemos de fijarnos no solo en las meras intenciones sino también en los resultados. La eficacia es algo que requiere el cumplimiento de muchas condiciones, pero hay una que siempre debe estar presente: que el objetivo que nos pongamos sea realizable. Una política lingüística que se aleje de los deseos y posibilidades de la sociedad está condenada al fracaso. Ciertamente, no es posible desarrollar una política lingüística avanzada sin esfuerzo, pero igual de cierto es que, entre nosotros, uno de los enemigos más efectivos de la eficacia es el voluntarismo.
La evolución del euskera ha sido diferente en cada uno de sus tres territorios. En la CAV ha experimentado un crecimiento notable y firme; un crecimiento moderado -realmente débil- en Navarra; y pérdidas en el País Vasco Norte. Esta diferente evolución nos ayuda a comprender los factores que provocan el avance o el retroceso social de una lengua. Y la clave de bóveda de todos ellos es la adhesión de la ciudadanía. Pero la adhesión social no surge por generación espontánea. Por fortuna, la persona vascohablante es bilingüe; por tanto, ha de elegir el idioma. Si ha de optar por el euskera, habrá de encontrar y reconocer un valor al euskera. Por ejemplo, la creación en euskera y los productos en esta lengua habrán de resultarle atractivos y satisfactorios. De la misma forma, la adhesión necesita ser nutrida por una política lingüística eficaz de los poderes públicos, y uno de los nutrientes que fortalece la adhesión de los ciudadanos hacia la lengua es el propio discurso: el mensaje sobre la lengua que las autoridades y los representantes políticos hacen llegar a la sociedad y su actitud práctica hacia aquella.
Ha transcurrido ya un año desde que se constituyó el gobierno actual de la CAV. No han sido iguales las posturas mantenidas durante estas últimas décadas por los dos partidos (PSE-EE y PP) que hoy sustentan el gobierno de Patxi López. Por ejemplo, el PSE fue partícipe -junto con el PNV, EA y la EE de aquella época- en los consensos básicos sobre política lingüística (entre otros, en la Ley del Euskera), mientras el PP ha venido optando por mantenerse fuera de aquellos consensos. Entiendo que sería altamente positivo que se mantuviera sin grietas el consenso que ha existido hasta ahora y, si fuera posible, se fortaleciera y ampliara. No parece, sin embargo, que eso esté nada asegurado. A pesar de que hace dos años, en torno al proyecto Euskara 21, surgieron posibilidades y condiciones para renovar y fortalecer el consenso, en estos últimos tiempos resulta difícil no presentir más riesgos de debilitamiento del consenso que condiciones para su fortalecimiento. Corresponde al Gobierno Vasco —más que a nadie— hacer los esfuerzos necesarios para reforzar el consenso social y político en torno a la cuestión lingüística
Las líneas maestras del discurso general sobre política lingüística del actual Gobierno Vasco están recogidas en el acuerdo que suscribieron (“Bases para el cambio democrático al servicio de la sociedad vasca”) PSE-EE y PP con vistas a la constitución del gobierno. A la luz de diversas afirmaciones del citado texto, así como de las declaraciones realizadas por algunos altos cargos del gobierno y por el propio Lehendakari —durante estos últimos meses más que al principio de la legislatura—, y leyendo las hechas por el máximo dirigente del PP en Euskadi, a la vista está que al gobierno actual y a los dos partidos que lo amparan les parece “excesiva”, desde muchos puntos de vista, la política lingüística llevada a cabo hasta ahora. Además, tengo la impresión de que ese “parecer excesivo” lo han convertido en consigna y argumento para distanciarse de los nacionalistas en este tema, aunque para ello deban en ocasiones describir la realidad de manera totalmente desfigurada. Por ejemplo, juzgan como una desmesura que provoca, al parecer, la marginación de los ciudadanos, la valoración que se concede al conocimiento del euskera en los servicios públicos, aunque tal valoración haya sido avalada por diversos tribunales y ratificada por el propio Tribunal Constitucional, y a pesar de que, en las Ofertas Públicas de Empleo de estos años, la valoración que se hace del euskera es menor que la permitida por la legislación. Los servicios públicos de salud son el ejemplo más utilizado para denunciar el supuesto exceso en el que se incurre al valorar el conocimiento del euskera. Por ejemplo, cuando se dice:
(No puede ser) que la sanidad pública contrate a los médicos que mejor conocen esta lengua y no a los que mejor saben operar, o que te impongan el idioma que tienes que hablar dentro de tu comercio. Es imprescindible que defendamos con ahínco la lengua común y las libertades. (A. Basagoiti).
O, en palabras del Lehendakari,
siempre se pone el mismo ejemplo: el cirujano al que se le puntúa más por saber euskera que por saber operar. Bueno, todo esto va a desaparecer, para que lo que de verdad puntúe sea la profesionalidad.
Según este discurso, parece ser que la profesionalidad y la calidad de los servicios no guardan relación alguna con la utilización del idioma del paciente, y que, en todo caso, para ser contratado por Osakidetza saber euskera es –dicen- más determinante que cualquier otro aspecto. Las verdades de Osakidetza, sin embargo, son diferentes, y para desmontar tales afirmaciones, basta con observar con atención los datos de la Oferta Pública de Empleo de 2008:
* De entre todos los puestos de trabajo de Osakidetza, solo en el 15,52% es requisito el conocimiento del euskera. En el caso de los médicos de hospital, no llegan ni al 5% los puestos en los que es obligatorio el conocimiento del euskera.
* En el resto de las plazas, el conocimiento del euskera ha sido valorado como mérito junto con otro tipo de aptitudes (experiencia profesional, publicaciones, docencia…). Y, como prueba de mayor peso o puntuación, en el examen de valoración de la formación teórica se podían conseguir 100 puntos como puntuación máxima.
* He aquí una de las consecuencias: en el apartado de los médicos de familia, por ejemplo, de entre quienes en el examen teórico han obtenido 90 puntos (una nota muy alta, sin duda, siendo 100 el máximo posible), han sido 167 quienes han quedado sin plaza, aun habiendo acreditado la competencia en euskera que les correspondía; y, al contrario, al mismo tiempo han sido 132 quienes han conseguido plaza sin haber acreditado la competencia en euskera que les correspondía (y habiendo conseguido en el examen teórico idéntica nota -90 puntos- que los citados 167).
A la luz de estos datos, la realidad en Osakidetza es notoriamente diferente a la que nos pintan: en Osakidetza son centenares los aspirantes que han obtenido plaza sin haber acreditado el correspondiente conocimiento de euskera; y son centenares quienes se han quedado sin plaza, aun habiendo conseguido una nota muy alta en el examen teórico y habiendo acreditado el perfil lingüístico que se exigía. Esto ha sucedido así porque son más decisivos los méritos en experiencia profesional y en formación/investigación que el conocimiento del euskera. El conocimiento del euskera sólo es determinante entre aquellos aspirantes que han conseguido una puntuación muy alta en el examen teórico, en experiencia profesional y en formación/investigación, es decir, en la totalidad de los tres apartados.
El déficit de Osakidetza no radica en la debilidad del castellano ni en la supuesta imposición del euskera: al contrario, en todo caso, el déficit a corregir consiste en garantizar el ejercicio efectivo de la opción lingüística, cuando ésta es el euskera. Así las cosas, el discurso del Lehendakari debería ser un discurso efectivo para la creación de un clima que permita impulsar tal tarea con firmeza, paso a paso pero sin pausa; un discurso que fomente la sensibilidad en ese sentido.
Por ello, mensajes como el de la supuesta “imposición del euskera” no deberían encontrar cobijo alguno en el discurso del Lehendakari y de los poderes públicos, puesto que no se corresponde con la realidad y porque va en contra de la eficacia de una política lingüística cuyo objetivo sea reducir en la medida de lo posible y de manera progresiva la asimetría social actual entre el euskera y el castellano. Resulta difícil y paradójico argumentar la imposición del euskera sin desfigurar totalmente la realidad, cuando, por ejemplo, son menos de la mitad los puestos de la Administración Pública que tienen como requisito el conocimiento del euskera; o cuando hoy en cualquier lugar de Euskadi, por suerte, está garantizada —tanto en el ámbito privado como en el público— la opción por el uso del castellano, pero no lo está todavía, desgraciadamente, la del uso del euskera; o cuando se puede llegar a ser alcalde, juez, diputado general, Presidente del Parlamento o Lehendakari aun sin saber euskera.
Realmente, el discurso de la pretendida imposición mezcla muchas cuestiones básicas y diferentes, en perjuicio del débil y en beneficio del fuerte. Adoptar medidas para garantizar e impulsar el uso del euskera mediante acuerdos democráticos no es una imposición, es simplemente acordar y adoptar normas legales para la convivencia de las dos lenguas oficiales. Por ello el discurso seudo-ideológico de la presunta imposición lingüística debería ser completamente ajeno al discurso de los poderes públicos.
Ciertamente, el dogmatismo lingüístico defendido por algunos es contrario a la eficacia porque, a la hora de establecer los objetivos y ritmos del proceso de normalización del euskera, no reconoce adecuadamente ni la realidad social ni la masa crítica de la población vascohablante. Pero también es contraria a la eficacia —y es perjudicial para la igualdad y la convivencia— la política de darwinismo lingüístico que se apoya en el principio “laissez-faire, laissez-passer”.
El euskera debe encontrar su espacio de desarrollo en un terreno plagado de asimetrías de diverso tipo, puesto que, al menos en lo que concierne a las actuales generaciones, no podremos conocer un País Vasco compuesto de ciudadanos y territorios que sean bilingües en la misma medida o intensidad. La política lingüística debe estar libre de excesos. Pero es imposible -completamente imposible- corregir sin incomodidades el desequilibrio social existente entre el euskera y el castellano; no es posible recorrer el camino hacia la sociedad bilingüe sin que los monolingües asuman alguna incomodidad. Si de verdad queremos construir una sociedad bilingüe y queremos de verdad garantizar la libre opción lingüística de los ciudadanos, es imprescindible actuar con flexibilidad, pero necesariamente ha de aceptarse que los poderes públicos deben adoptar medidas positivas con el fin de garantizar e impulsar el uso del euskera. Nadie debe considerar esto como una discriminación contra nadie. Así pues, en lugar de dar cobijo al discurso de la “imposición del euskera”, es fundamental que los poderes públicos hagan suyo y practiquen el principio recogido en el artículo 7.2 de la Carta Europea de las Lenguas Minoritarias, que dice así:
“La adopción de medidas especiales en favor de las lenguas regionales o minoritarias, destinadas a promover una igualdad entre los hablantes de esas lenguas y el resto de la población o destinadas a tener en cuenta sus situaciones particulares, no es considerada como un acto de discriminación hacia los hablantes de las lenguas más extendidas”
Albergo la convicción de que para fortalecer la convivencia lingüística, incrementando el uso del euskera y acrecentando la adhesión social hacia el euskera, es necesario un discurso inequívocamente euskaltzale o vascófilo de los poderes públicos, un discurso cimentado en la democracia lingüística y alejado tanto del dogmatismo lingüístico como del darwinismo lingüístico. En este sentido, creo que sería totalmente eficaz que todos —el Gobierno, los partidos políticos y otras instituciones— asumieran sin mutilaciones y socializaran la ruta marcada por el antes citado proyecto Euskara 21.
El camino que va del desequilibrio al equilibrio adolece de un acusado punto débil: el desconocimiento que sobre los mundos del euskera tiene una gran parte del mundo monolingüe de nuestra sociedad. Aproximadamente un 90% de los castellanohablantes monolingües afirma que le resultan “desconocidos” los mundos del euskera. Ese grave déficit no es del euskera; es un déficit de la propia convivencia.
Se ha de denunciar la apropiación excluyente del euskera, en todos los casos en los que así suceda; pero sería deseable que los sectores que se encuentran o se sienten alejados del euskera dieran los pasos necesarios para acercarse al euskera, para hacerse euskaltzales. Se puede ser vascófilo sin ser nacionalista –¡faltaría más!-, y todos deberían –es tarea propia de cada cual- incorporar su propio color a los colores de los mundos del euskera.
Corresponde a los poderes públicos hacer pedagogía ante los monolingües para facilitar su acercamiento al euskera, dejando a un lado los fantasmas de la imposición y proyectando hacia la sociedad los beneficios personales y sociales de la convivencia lingüística y de un auténtico bilingüismo, generando las oportunidades necesarias para garantizar el conocimiento y uso del euskera y animando a los ciudadanos a que hagan uso de tales oportunidades.
El eje de una política lingüística eficaz son los hablantes, no el euskera. Ello hace que la política lingüística deba sustentarse en valores como la convivencia, el consenso, la adhesión y la atractividad. De la mano de estos valores será posible hacer frente con eficacia a los grandes desafíos que tenemos las generaciones actuales: incrementar progresivamente el conocimiento y el uso del euskera, compactar y fortalecer la comunidad vascohablante, aumentar sobre todo los usos naturales y no formales del euskera, poner en valor el bilingüismo pasivo y, en el caso concreto de Navarra y del País Vasco Norte, cambiar con urgencia la actitud de los poderes públicos.
Además, si queremos actuar con la máxima eficacia de cara al futuro, es necesario que identifiquemos nuestros problemas con la mayor claridad posible. Por ello, no quisiera acabar esta reflexión sin recoger aquí algunos problemas a los que, en mi opinión, debiéramos prestar toda nuestra atención. Por ejemplo: ¿De entre todas las personas bilingües, cuántas son “realmente” hablantes, cuántas utilizan el euskera y qué uso le dan? En los últimos años ha aumentado el uso del euskera —en el ámbito público, no en el salón de casa—, pero lo ha hecho porque hoy los bilingües somos varios miles más que en el pasado, no porque los bilingües hoy utilicen el euskera más que en el pasado. Los alumnos que estudian en euskera en las escuelas o en las universidades ¿qué lengua utilizan fuera del aula, en el patio, en el pasillo o en la cafetería? ¿Y fuera del recinto escolar, en la cuadrilla o en los momentos de ocio? ¿No será que para muchos el euskera es casi exclusivamente una lengua académica? Ha aumentado enormemente la oferta de productos de todo tipo en euskera, y también ha aumentado notoriamente el número de sus consumidores potenciales, pero ¿cuántos de ellos son consumidores reales de productos en euskera? ¿Ha mejorado o se ha debilitado la fluidez oral de los vascos-hablantes naturales o “euskaldunzaharras”? Junto a aquella vieja y acertada proclama del siglo XVI, “euskara jalgi hadi plazara” (¡euskera, sal a la plaza!), ¿no habremos de proclamar en el XXI “euskara hator etxera eta lagunartera” (¡euskera entra en casa y en la cuadrilla!)? ¿Con qué tipo de valores sociales asocian hoy los jóvenes al euskera? ¿Por qué todavía se cuentan por miles los ciudadanos monolingües que viven completamente ajenos al euskera? ¿Por qué muchos de quienes han realizado el notable esfuerzo de aprender euskera en edad adulta no lo usan luego habitualmente, aun teniendo ocasión para ello?
Aún nos podríamos hacer más preguntas, pero, en todo caso, ninguna de las cuestiones citadas se puede resolver por medio de leyes y decretos. Si deseamos buscar soluciones, es mejor que nos miremos a nosotros mismos y, parafraseando al presidente Kennedy, nos preguntemos “¿qué puedo hacer yo, qué debo hacer yo mismo?, sin caer en la postura fácil de los discursos resistencialistas y pesimistas, imputando toda la culpa siempre a terceros.
Estoy convencido de que la eficacia nos pide que pasemos de proclamar que “el euskera está oprimido” a asumir que “el futuro del euskera está en nuestras manos”. Lo que la eficacia exige es que los poderes públicos desarrollen, de manera constante y sin pausa, una política lingüística activa y de fomento, y para eso es imprescindible el liderazgo de los máximos responsables y representantes públicos. Pero, igualmente, tengo la convicción de que las principales claves para el avance del euskera son el uso, la voluntad y el consenso social y político.