Ante todo, deseo agradecer a J.M. Ruiz Soroa, la atención que, aun desde la más profunda discrepancia, ha prestado a mi libro Babel o barbarie.
No obstante, es obligado señalar que Ruiz Soroa me atribuye una intención que no figura ni en mi libro ni, por supuesto, en mi ideario: “obligar a los otros a hablar euskera (…) al vasco monolingüe se le obliga a aprender y usar el euskera”. Nada más lejos de mi ánimo y de mi texto: soy partidario de garantizar el conocimiento y uso del euskera (y del castellano), no de imponer su uso (ni el del castellano). Soy partidario de promover –no tan sólo “permitir”– el uso del euskera, pero no de imponerlo. Soy contrario a la imposición, incluida la imposición pasiva, que ciertas prácticas monolingües llevan aparejada.
Dicho esto, merece la pena desgranar algunas reflexiones al hilo de las objeciones planteadas por Ruiz Soroa. En primer lugar, resuelve la colisión de derechos que se produce entre el bilingüe que opta por vivir en euskera y el monolingüe que no puede utilizar esa lengua haciendo prevalecer el derecho del monolingüe sobre el del bilingüe, a quien prescribe una dosis de resignación, puesto que “tiene garantizado en todo caso el valor comunicativo porque puede hablar en castellano”.
Pues bien, esa situación es, precisamente, lo que una política lingüística orientada hacia la cohesión social debe eludir y, si llegara a producirse, corregir. Y es que, como bien apunta Ruiz Soroa, todas las políticas públicas “necesitan de una justificación”, especialmente en democracia. Y ¿qué mayor o más noble o más democrática justificación puede existir para una política pública que el deseo ampliamente mayoritario de una sociedad? Otra cosa es, claro está, la legitimidad de la política lingüística de fomento del multilingüismo en Euskadi (es decir, de fomento del conocimiento y uso del euskera) que se propugne. Y haría bien Ruiz Soroa, y cualquiera, en tachar de ilegítima la que yo propugno si ésta impidiera al monolingüe mantenerse aferrado a esa limitación. ¿O es que alguien consideraría lesivo para los derechos de nuestros niños y jóvenes el hecho de que se programe la enseñanza del inglés, geografía, literatura o matemáticas en nuestro sistema educativo, bajo el argumento de que pueden existir alumnos (o padres y madres de alumnos) que no deseen adquirir conocimientos en tales materias? O, en otro orden de cosas, ¿debería depender de la voluntad de uno u otro contribuyente “perjudicado” que determinado gobierno decidiera aplicar, pongamos por caso, una política fiscal progresiva en bien del equilibrio social? Obviamente, no.
La cuestión de las lenguas es un tema sensible, al que necesariamente debemos aproximarnos con cautela y responsabilidad. Debemos aproximarnos con el único objetivo de la convivencia, huyendo como de la peste de cualquier perspectiva que sirva para ahondar en el conflicto. En nuestro caso, un país con una lengua propia y dos lenguas oficiales, la única solución sostenible y armónica consiste en dar con el punto de equilibrio entre ambas lenguas y, en consecuencia, garantizar efectivamente la igualdad de oportunidades para vivir en cualquiera de ellas, sin imponer ni proscribir ninguna. Ciertamente, la búsqueda del equilibrio entre ambas es la solución más difícil y compleja, pero es también la única legítima y eficaz.
Pero la complejidad de una política lingüística legítima y eficaz como la que propugno –una política lingüística de fomento del euskera y respeto a todas las lenguas y a las opciones lingüísticas personales de sus hablantes– no radica, como parece sugerir Ruiz Soroa, en la manera de dilucidar si “el poder público tiene derecho a convertirle [al monolingüe] coactivamente en bilingüe”. De hecho, si algún derecho asiste al poder público, éste es el de allanar los obstáculos que la cohesión social halle en su avance, y lo que propongo en Babel o barbarie es, precisamente, que la superación de esos obstáculos en materia lingüística se base más en la persuasión y el máximo consenso social, que en meros procedimientos coercitivos. Ahí estriba la complejidad de la tarea.
No es aceptable que las personas bilingües vean mermados sus derechos por el hecho de serlo. Al bilingüe no cabe imponerle el uso del castellano “porque también sabe castellano”, pues sólo a él le corresponde el derecho de optar entre ambas lenguas. Es decir, la condición de bilingüe no puede acarrear una duplicación de obligaciones y una restricción de derechos.
Dicho de otro modo: cualquier adulto puede negarse a utilizar el euskera y a aprenderlo, pero no puede pretender que la política lingüística que la mayoría social demanda se base en esa actitud de rechazo práctico hacia una de las lenguas oficiales de la comunidad. Ni mucho menos puede pretender que los responsables de encauzar la política lingüística renuncien a hacer de ella una contribución a la armonía y cohesión social, y no una herramienta de restricción de derechos.
La política lingüística se ha abordado entre nosotros durante estas tres décadas, no sin problemas, no sin disfunciones, pero en un clima de integración y con un sentido de la moderación elogiados en todo el mundo. Entre todos hemos conseguido que las luces prevalezcan claramente sobre las sombras, se mire por donde se mire. No echemos a perder ese enorme capital de avance del euskera en concordia y entendimiento. Poco o nada bueno aportan las actitudes negativas o displicentes ante las lenguas diferentes a la que cada cual considere propia. Poco o nada bueno aporta el observar la diversidad lingüística como una anomalía. La cohesión social exige de todos nosotros un serio compromiso con la diversidad, también en materia lingüística, ejerciendo los derechos pero asumiendo las obligaciones, porque sabido es que los derechos sin sus correlativas obligaciones no son derechos, sino privilegios.
Hagamos el camino sin imponer usos ni privilegios lingüísticos propios de anhelos monolingüistas, sin impedir el ejercicio de los derechos lingüísticos reconocidos a la ciudadanía vasca y reclamados mayoritariamente por ella. Será, sin duda, una contribución histórica del pueblo vasco a la historia moderna de la democracia.