Si tuviera que elaborar una relación de las conquistas democráticas más señaladas que se han registrado en España en los últimos treinta años, no dudaría en situar en los puestos cimeros de la lista el reconocimiento del derecho a la libre opción lingüística que, a partir de la Constitución de 1978 y con arreglo a los correspondientes estatutos de autonomía, asiste a los ciudadanos de las comunidades autónomas bilingües comprendidas en el Estado español. Y lo expreso así a pesar de que considere un factor de desigualdad la obligatoriedad —no sólo el derecho— del conocimiento del castellano impuesta en la Carta Magna. Lo expreso así también a pesar de que, tras treinta años de recorrido constitucional, hoy todavía las instituciones del Estado no acaban de asumir como propio el plurilingüismo, hasta el punto de que incluso aquellas instituciones que predican el plurilingüismo practican, sin embargo, el monolingüismo.
Esa libertad de opción lingüística coloca en pie de igualdad legal a las lenguas que comparten la oficialidad en determinados territorios, pero más allá de ello, brinda al conjunto de la sociedad que habita esos territorios bilingües una magnífica opción de modernidad y universalismo.
De ahí que cueste entender cómo es posible, aún hoy, sustentar posiciones como las expresadas en cierto “manifiesto” que, más que a favor de “la lengua común”, parece abogar por el monolingüismo de facto, obviamente sustentado sobre la lengua castellana, a la que los firmantes consideran “lengua principal de comunicación democrática”. Y cuesta entenderlo no sólo por la consideración intelectual que me merecen algunos de los firmantes, sino, sobre todo, porque eleva al monolingüismo a la categoría de derecho (¿derecho a no saber?), cuando, evidentemente, no constituye más que una limitación, y grave, en un mundo que, hace tiempo ya, se ha encaminado por la sin duda mucho más moderna y beneficiosa vía del multilingüismo.
Afortunadamente, la inmensa mayoría de la sociedad vasca, una sociedad que —al igual que otras del Estado español— ha decidido considerarse a sí misma multilingüe, camina hacia la consecución de un bilingüismo cada vez más extendido, equilibrado y eficaz, al tiempo que absolutamente permeable a terceras lenguas que vengan a enriquecer la capacitación de sus ciudadanos para la vida en un entorno globalizado. Y caminamos sobre las siguientes convicciones: el bilingüismo integra y favorece la igualdad de oportunidades, mientras el monolingüismo excluye y genera desigualdades. El bilingüismo permite elegir, el monolingüismo lo impide.
Afortunadamente, la sociedad en que conviven el euskera y el castellano no está dispuesta a permitir que se repita contra ninguna de sus lenguas las tropelías que antaño se cometieron contra el euskera. Sabe que la igualdad de oportunidades lingüísticas únicamente puede venir de la mano de la libertad y del respeto mutuo, jamás de la imposición, pero sabe, con la misma intensidad y claridad, que el progreso de la lengua débil —el euskera, conviene recordarlo— requiere, además de la adhesión libre y voluntaria de sus hablantes, el respeto y consenso de quienes, libremente también, opten por no conocerla o no usarla.
Y es precisamente en ese terreno del respeto y del consenso en torno a las medidas de promoción de la lengua minorizada donde más y peor se equivocan los firmantes del aludido “manifiesto”. Ladinamente (no cabe suponerles ignorancia), hablan de “imposiciones abusivas” de las “autoridades autonómicas” en materia de promoción de “las lenguas autonómicas”. Es decir, tachan de abuso prácticas democráticas avaladas por la legalidad vigente, simplemente porque desearían que no se promocionara el uso de las lenguas distintas al castellano, lenguas en que desea vivir una ingente cantidad de ciudadanos del Estado español, con el máximo derecho a que ha lugar en democracia.
Quienes así piensan no defienden el castellano, sino que, escudados en el poder de la lengua hegemónica, se sirven de él para marginar al euskera, catalán y gallego. En su intransigencia, llegan a la paradoja de valorar positivamente el bilingüismo compartido con el inglés al tiempo que propugnan la anulación del bilingüismo compartido con las “otras lenguas”, que son propias de más del 40% de la población del Estado español. ¿Olvidan acaso que la intransigencia sólo genera intransigencia?
Sería deseable que los firmantes y vitoreadores de tan trasnochados principios, en lugar de abogar por una “modificación constitucional y de algunos estatutos autonómicos” (¡eso mismo que, en otros contextos, acarrea inmediato anatema!), petición harto sospechosa de nostalgia preconstitucional, regresaran al espíritu de regeneración democrática que ha permitido en Euskadi la construcción de un amplísimo acuerdo político y social en torno a la promoción del euskera, siempre en la perspectiva de un bilingüismo respetuoso y lo más equilibrado posible. Sin coacción, pero con firmeza; sin agresiones, pero también sin tibieza.
De lo que vengo diciendo se deduce, asimismo, un corolario que, a pesar de su obviedad, conviene explicitar: si fuera el castellano la lengua en situación de debilidad en Euskadi, mi tarea como responsable político sería, precisamente, promover, también con el mayor consenso posible, las actuaciones precisas para revitalizarlo y asegurar a sus hablantes la misma libertad de opción lingüística en todos los ámbitos que hoy pretendemos para los vascohablantes. Pero no es ésa la situación actual, y los firmantes del documento aludido lo saben perfectamente.
En Euskadi está garantizado el conocimiento del castellano por parte de todos sin excepción. Queremos asegurar —progresivamente— también el conocimiento del euskera. En Euskadi no hay población monolingüe euskérica, y no queremos que la haya. Pero en Euskadi hoy todavía casi el 50% de la población es castellanohablante monolingüe, desconoce totalmente el euskera, y eso no nos gusta. Queremos una Euskadi en la que sus ciudadanos puedan elegir, puedan vivir en euskera y en castellano, sumando, nunca restando, en armónica, enriquecedora y respetuosa convivencia. Eso es lo que queremos.
Serénese, pues, el atribulado Goliat. No es al débil David a quien ha de temer, sino a la propia arrogancia, mala consejera en todo, pero fatal en materia lingüística.