Diversidad lingüística: creyentes y practicantes

En un Estado plurinacional y multilingüe, y no otra cosa es España, la única base posible de convivencia es el respeto mutuo y la observancia escrupulosa de las reglas de juego democráticas y de los preceptos de la pluralidad.

Ningún demócrata objetará nada a tal afirmación, que, si de algo adolece, es de obviedad. Pues bien, la reciente toma en consideración en el Congreso de los Diputados de la proposición de ley del PNV para el cambio de la denominación oficial de los tres territorios de la CAV, según la cual estos pasarán a ser denominados tal y como en su día decidieron las respectivas Juntas Generales, aun siendo, como en efecto es, una excelente noticia para la convivencia democrática, nos revela que, en materia de diversidad lingüística, mi afirmación inicial no es tan obvia como puede parecer.

Ciertamente, han sido necesarios nada menos que seis intentos, a lo largo de diez años, para quebrar la obstinada suma de votos de PSOE y PP y poner fin a una discriminación evidente: el mismo Congreso que daba el visto bueno a Ourense, A Coruña, Alacant, Girona, Lleida o Illes Balears impedía que la denominación oficial de los territorios históricos de la CAV en el Estado fuera Araba-Álava, Bizkaia y Gipuzkoa.

Pero no podemos pasar por alto que, si en esta ocasión ha prosperado la iniciativa del grupo parlamentario del PNV, ha sido debido al acuerdo presupuestario alcanzado por Zapatero y Urkullu. Es decir, parece más fruto de ciertas urgencias políticas que de una práctica convencida del fomento de la diversidad lingüística en el marco de España.

Saludemos, en todo caso, una medida que viene a reparar el quebranto continuado de la Ley de Normalización del Uso del Euskera, una norma de amplio consenso social y político, así como del Estatuto de Autonomía de Euskadi, ley orgánica que reconoce los regímenes forales específicos y privativos de los territorios históricos. En efecto, según dichas leyes corresponde a los órganos forales fijar la nomenclatura oficial de los territorios históricos. Además, la citada Ley del Euskera, en su artículo 10, establece la obligatoriedad de respetar la grafía propia de la lengua originaria euskaldun, romance o castellana. Eso es lo que legítimamente hicieron entre 1985 y 1990 las Juntas Generales de los respectivos territorios cuando decidieron fijar las denominaciones oficiales de Araba-Álava, Bizkaia y Gipuzkoa. Pero ocurre que dichos territorios son, además, provincias del Estado, por lo que era preciso que, mediante Ley del Congreso, los nombres de las provincias se adecuaran a los nombres oficiales de los territorios históricos. Lo han hecho respetando la grafía originaria, y nadie puede ver en ello una “erradicación del castellano”, como tampoco nadie puede ver una “erradicación del euskera” en el hecho de que la denominación oficial de, por ejemplo, Villabona, sea esa, con “v”, incluso cuando se escribe en euskera.

La medida adoptada aúna, pues, el respeto a las leyes y el respeto a la voluntad de la ciudadanía de los territorios en cuestión, expresada a través de su legítima representación democrática. Pero, con ser ello esencial, es otra la reflexión a la que nos emplaza: la asunción y la promoción de la diversidad lingüística no deben verse constreñidas al ámbito de las comunidades autónomas correspondientes, sino que son tareas ineludibles del propio Estado, puesto que debería ser el propio Estado el primer interesado, desde el punto de vista democrático, en que los diversos países que lo constituyen se sientan cómodos y ecuánimemente tratados en su seno. Se trata, en consecuencia, de que las instituciones del Estado se esfuercen en que la ciudadanía de las comunidades monolingües no viva la diversidad lingüística como algo ajeno ni como una rareza propia de un documental de National Geographic. Lo normal es que las denominaciones oficiales en las lenguas propias tengan el mismo reconocimiento en todo el Estado. En suma, el Estado –sus gestores políticos e institucionales– deben pasar, en materia de diversidad lingüística, de las proclamas a los hechos, de ser creyentes a ser practicantes de la diversidad lingüística, lo que es tanto como decir practicantes modélicos del respeto, la tolerancia y la armonía social.

Pedagogía social, por tanto, y naturalidad: he ahí las dos claves del único comportamiento deseable por parte de las instituciones del Estado en materia de diversidad lingüística. La asunción consecuente de la diversidad lingüística, la renuncia a utilizar el cedazo de la uniformización, la actitud de aceptar y respetar a los diferentes sin que nadie tenga que renunciar a su diferencia, solo tiene un beneficiario: la convivencia.

 

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