La pluralidad lingüística, condición para la convivencia y la democracia.
Desde la perspectiva religioso-teológica, Babel representa la maldición, al considerar que cierra puertas a la consecución del paraíso e impide la comunicación directa con Dios. Creo, sin embargo, que, desde otra perspectiva, Babel es imagen y reflejo de la pluralidad, y, por ello, debemos considerarla como una bendición. Diferencia y particularidad son, justamente, las características distintivas y esenciales de la persona. La originalidad diferenciadora es inherente a la condición humana. La pluralidad y la universalidad, cuyo valor positivo, aunque solo sea retóricamente, nadie se atreve a poner en solfa, no son sino la suma de nuestras diferencias y particularidades. Por tanto, en la medida en que son las diferencias las que cimentan la pluralidad, la negación de aquéllas constituye indefectiblemente la negación de ésta y de la propia condición humana. Babel es, pues, la negación de la uniformidad y la afirmación de la pluralidad. Es por ello, y en ese sentido, por lo que reivindico Babel como una bendición.
Al abrigo de la globalización se levantan voces que maliciosamente oponen universalidad y particularidad. Sin embargo, la universalidad no está reñida con la particularidad, precisamente porque no hay universalidad sin particularidades. Pero la universalidad sí está reñida, y absolutamente, con la uniformidad, que conlleva la negación de la pluralidad. Es la uniformidad la gran amenaza de la universalidad. La voz única, el pensamiento único, lo monocolor, la lengua única: he ahí algunas de las caras de la uniformidad. La uniformidad solo aporta empobrecimiento al género humano, y, por tanto debería ser rechazada por quien mantenga vivos el sueño y los valores de la libertad, la tolerancia, la igualdad de oportunidades, la solidaridad y la convivencia armoniosa. Esto es así también en la cuestión lingüística.
Cuando despreciamos una lengua (…) por tener pocos hablantes o por carecer de escritura, manifestamos una actitud que expresa un manifiesto desprecio por el hombre y por su cultura, una radical incomprensión de la naturaleza humana, un egoísmo y etnocentrismo cultural que nos empobrece intelectual y espiritualmente.
Son palabras de Juan Carlos Moreno Cabrera, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid. Se trata de una de las muchas referencias que he recogido en el libro que lleva como título Babel o barbarie (Babeli gorazarre, en su versión original en euskera), recientemente publicado por la editorial Alberdania. El libro que constituye un elogio firme de la diversidad lingüística como elemento enriquecedor de las personas y de las sociedades que pretenden caminar hacia el futuro por la senda de la modernidad, la tolerancia, la solidaridad y la democracia vigorosa.
En el citado libro Babel o barbarie, además de aportar diferentes argumentos a favor de la diversidad lingüística, he recogido, entre otras, esta cita, que juzgo muy clarificadora, del escritor Amin Maalouf, presidente de la comisión creada en 2008 por la Comisión Europea para analizar el papel del multilingüismo en la construcción europea:
Un hombre puede vivir sin tener ninguna religión, pero no, evidentemente, sin tener ninguna lengua. La religión tiene vocación de exclusividad, y la lengua no. (…) Todo ser humano siente la necesidad de tener una lengua como parte de su identidad; esa lengua es unas veces común a cientos de millones de personas, otras sólo a algunos miles, y poco importa, a este nivel, lo único que cuenta es el sentimiento de pertenencia. Todos necesitamos ese vínculo poderoso y tranquilizador.
Sea como fuere, a nadie se le escapa que en la historia de la humanidad abundan los procesos de desaparición de lenguas a lo largo del mundo. Lo cierto es que, cuando nuestro mundo estaba poblado por algunos miles de millones menos de habitantes que hoy, llegó a haber en él veinte mil lenguas; hoy día la Unesco viene a contabilizar no más de siete mil. La desaparición de cualquier lengua, sea cual sea su número de hablantes, es una enorme pérdida para la humanidad. ¡Cuánto mejor nos iría si, a la hora de preservar la diversidad lingüística, mostráramos la misma sensibilidad que para proteger las especies animales y vegetales o para conservar el patrimonio arquitectónico!
Hay diferencia notables en la vitalidad de las diferentes lenguas. No todas están en peligro de desaparición, ni mucho menos. Por ejemplo, el euskera, con sus luces y sombras, con sus fortalezas y debilidades, no es una lengua en agonía, sino una lengua en claro proceso de revitalización en la Comunidad Autónoma del País Vasco, moderado en Navarra y en retroceso aún en Iparralde. No está escrito el futuro de ninguna lengua: el futuro de la pluralidad lingüística depende de lo que en cada momento se haga o se deje de hacer. La defensa de la pluralidad lingüística, si no es simplemente retórica, exige de los poderes públicos y de todos nosotros una actitud activa y positiva. Todo lo contrario de las actitudes que la menosprecian o infravaloran, actitudes que, a pesar de ser viejas y rancias, asoman –en ocasiones con fuerza y gran proyección mediática– en nuestro entorno.
Es cuando menos paradójico que la diversidad, si bien es valorada positivamente en los ámbitos político y social (¿quién se atrevería hoy a reivindicar el Movimiento Nacional Único, el Partido Único o el Sindicato Vertical?), en el económico (¿quién no proclama hoy la imperiosa necesidad de la diversificación del producto y las cuotas de mercado?) o en el medioambiental (¿quién se atrevería hoy a pronunciarse contra la conservación de la diversidad de las especies y de la diversidad de los recursos naturales?), sin embargo, no levante entusiasmo ni se le reconozca idéntico valor cuando se refiere a la cuestión lingüística y cultural. A menudo se presenta como un problema a eludir. No obstante, y en beneficio de la convivencia, es necesario preservar la pluralidad lingüística, porque, si bien la condición esencial de cualquier lengua e imprescindible para su preservación es que sea real y efectivamente un instrumento de comunicación, toda lengua constituye, además, un vínculo y un punto de encuentro del individuo con un grupo humano, una referencia autoidentificativa y el “almacén” de la cultura producida y acumulada por una determinada comunidad.
Lo armónico con la esencia y la libertad humanas y lo que mejor refleja la realidad de la humanidad es la diversidad lingüística y cultural. Como dijera quien fuera comisaria para las Lenguas Oficiales de Canadá, Dyane Adams, “el monolingüismo es una manera de ver el mundo en un solo color”, y en palabras del pensador norteamericano Noam Chomsky, “una sociedad es monolingüe cuando su lengua es homicida”. En efecto, en un mundo como el actual, en el que la norma es el multilingüismo y el monolingüismo es la excepción, y más concretamente en un contexto multilingüe como el nuestro (Navarra, Comunidad Autónoma de Euskadi, País Vasco Norte), el monolingüismo como modelo de comunicación y organización social significaría caminar en la dirección opuesta a las sociedades abiertas y modernas, porque significaría apostar por un modelo generador de desigualdades y cercenador de la libertad. Muy al contrario de lo que afirman algunos, cegados por sus pretensiones uniformizadoras y situados en la atalaya dominadora de la lengua hegemónica, el monolingüismo no es un derecho, sino una limitación, tanto personal como social. En sociedades como la navarra, los obstáculos para la convivencia no provienen del bilingüismo, sino del monolingüismo. Una persona bilingüe podrá optar efectiva y libremente entre ambas lenguas, no así la monolingüe. El monolingüismo, además, limita la libertad de elección de lengua de las personas bilingües, lo cual en nada contribuye a la convivencia armónica.
En consecuencia, se debería sensibilizar de manera permanente a la ciudadanía en pro del bilingüismo y plurilingüismo efectivos, tarea en la que todos, y especialmente los poderes públicos, tenemos mucho que hacer. Esa sensibilización debe, sin duda, llevarse a cabo sobre la base del máximo respeto a las personas monolingües, pero tampoco se deben confundir los términos: el respeto exquisito que indiscutiblemente merecen quienes sufren la limitación del monolingüismo –bien porque ésa sea su opción o bien porque las circunstancias sociales y culturales no les han dejado otra– no implica ensalzar el monolingüismo, ni tampoco que debamos permanecer neutrales en la disyuntiva entre monolingüismo y bilingüismo. El bilingüismo es fuente de riqueza personal y de mejora de la convivencia, y es fuente de libertad y de una mayor igualdad de oportunidades para todas y todos. Así lo han entendido miles de padres y madres monolingües que, en un gesto de solidaridad hacia sus conciudadanos bilingües y en una clara aportación a una convivencia más armónica e igualitaria, han optado y siguen optando por un sistema educativo que permita a sus hijas e hijos llegar a ser bilingües o trilingües. Han demostrado que las lenguas no se excluyen, que sirven para sumar y para enriquecer al ser humano.
En nuestro mundo moderno y democrático sería sencillamente inexplicable e imperdonable abandonar a su suerte a aquellas lenguas que, como nuestro euskera, se encuentran en situación de desequilibrio y debilidad –en ocasiones extrema– en relación a otras lenguas que también son nuestras, como el castellano. “Que hablen en euskera quienes quieran donde puedan; nadie se lo prohíbe”, nos dirán quienes pretenden hacernos creer que libertad equivale a darwinismo lingüístico –como si la vitalidad de unas lenguas y la debilidad de otras fuese resultado de un proceso natural– y, de paso, nos quieren convencer de que la suya es la posición tolerante, cuando en realidad se trata de mera indiferencia o menosprecio disfrazados de tolerancia. Lejos de esa falsa tolerancia que pone en peligro la diversidad lingüística consustancial a nuestras sociedades y considera excesivo todo cuanto se haga a favor del bilingüismo, lejos también del dogmatismo lingüístico de quienes juzgan que todo es poco y pretenden forzar la máquina por encima de los deseos y las capacidades de la propia sociedad ignorando incluso la realidad sociolingüística, creo que la vía legítima y eficaz para garantizar la pluralidad lingüística y mejorar la cohesión social es la de la democracia lingüística.
Democracia lingüística no significa sino trabajo pausado pero incesante en pos del equilibrio lingüístico allí donde hoy impera el desequilibrio, porque el equilibrio conlleva igualdad efectiva y libertad. Soy firme partidario del principio democrático “no imponer, no impedir”, precisamente porque cuando se impide el uso de una determinada lengua, sea de manera activa o pasiva, legal o de facto, se está imponiendo, pasiva o activamente, el uso de otra determinada lengua. ¿Qué puede producir una sociedad cuya mayoría sea monolingüe sino un grave impedimento para el uso de la lengua minorizada en esa comunidad? ¿Qué otro efecto que el de impedir el uso de una determinada lengua –el euskera, por ejemplo– se logra cuando no se garantiza su uso normalizado en los servicios públicos o como lengua vehicular en el sistema educativo? ¿Qué otra consecuencia que la de impedir el uso del euskera puede seguirse de prácticas que no fomenten activamente su uso en los medios de comunicación?
Reivindico la democracia lingüística también desde este otro punto de vista: cuando en una sociedad hoy aún mayoritariamente monolingüe como la navarra, en la cual son más los ciudadanos que se muestran favorables a promover activamente el uso del euskera (los contrarios son el 34,2%), constituye una exigencia ética y democrática adoptar y desarrollar medidas encaminadas a preservar efectivamente el plurilingüismo sobre la base de la integración y respeto de las dos lenguas, en una perspectiva de convivencia lingüística, nunca de conflicto, y de cohesión social. Es condición de la propia democracia.
La tendencia en el mundo moderno es la de la pluralidad, también en lo lingüístico. El único camino válido para la convivencia es el de una apuesta decidida por consolidar la pluralidad lingüística, porque ésta, que requiere más igualdad y un equilibrio sostenible entre las lenguas, sólo puede ser fruto de una acción resuelta de los poderes públicos y de la adhesión y lealtad de la ciudadanía con respecto a la lengua que se pretende revitalizar. Sólo a una acción de esa naturaleza se le puede reconocer legitimidad y eficacia democráticas. Carece, por el contrario, de toda legitimidad la manipulación de las lenguas para tensionar la sociedad, promover el conflicto lingüístico y empeñarse en organizar la convivencia social en materia lingüística bajo el signo de la uniformidad. Carece de legitimidad la práctica de un fundamentalismo que distorsiona los derechos y la libertad utilizándolos para enquistar los problemas, no para solucionarlos. Carece de legitimidad negarse a fomentar el uso de las lenguas presentes en la propia sociedad. Carece de legitimidad, y de eficacia, pretender revitalizar una lengua sin tener en cuenta los límites de la realidad sociolingüística y las capacidades y voluntades de una sociedad desigual y diversa en sus consideraciones con respecto a las lenguas. Carece de legitimidad tratar igual a los desiguales, ahondando en el desequilibrio y debilitando la cohesión social.
El signo + es el único válido para la relación entre las lenguas, porque sólo él garantiza la pluralidad. Las lenguas no se excluyen. La suma de castellano y euskera, la pluralidad efectiva, sólo puede reportar riqueza personal y beneficios a la convivencia social. El euskera y el castellano, ambas lenguas, merecen el máximo respeto, pero una de ellas, el euskera necesita, además, impulso continuado y promoción. Es una exigencia ética y democrática, en tanto que condición necesaria para una mayor integración y cohesión social.